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Una partida que tomó de imprevisto a los argentinos.

Una partida que tom de imprevisto a los argentinos.

El inusitado 2020 de la pandemia se llevó al ídolo más popular de la historia del deporte nacional en un contexto cuya complejidad y desdicha se corresponde con las más oscuras profecías de la argentinidad trágica: solo de toda soledad, en una habitación improvisada a merced de una mímica de cuidado genuino y en el centro de una letal telaraña de hipocresía, desidia y crueldad.

Así se marchó Diego Armando Maradona, así se nos fue a los 25 días de haber cumplido 60 años, una edad de relativa juventud en una era de creciente expectativa de vida y sin embargo sobrecargada al extremo, de orilla a orilla entre las carencias y el glamour, placeres costosos, la cresta de la ola, los cuarteles de invierno y un tobogán cifrado por afectos de lazo roto, pulsiones tóxicas y melancolías sin retorno.

Ya sabíamos, puesto que la del ser humano es también la historia de un par de certezas sombrías, que todos somos mortales y que no hay perfección en la muerte, pero desconocíamos que tan luego Maradona, “El Diego de la gente”, se aproximaría al suspiro último y definitivo de la forma que en que la vida lo confrontó y lo castigó.

El Presidente y su pareja dan el último adiós a Maradona.

El Presidente y su pareja dan el ltimo adis a Maradona.

Sin la compañía de ninguna de sus mujeres amadas en general y de la última en particular (¿Rocío Oliva?), sin sus hijos, sin sus amigos, sin sus compañeros de travesía futbolera o del orden que fuere, ni de una sola de las personas más significativas de su derrotero existencial.

Nacemos solos y morimos solos, admitido, pero por inapelable que sea la metáfora, siempre puede emerger un islote de acompañamiento, de sostén y de bálsamo, dispensas de la vida o del destino de las que Maradona careció.

Y si es por carecer, también careció de una despedida que merecía con holgura, a pesar de los pesares y de sus pesares, a pesar de sus errores, de sus gestos fallidos o impropios: a pesar del lado oscuro de su luna, que ni por asomo fue el elemento más relevante en el inventario de su vida.

Había soñado con ser embalsamado o en todo caso que a ninguno de sus idólatras se le negara la posibilidad de despedirlo, de honrarlo con una mirada, una palabra, un gesto de conmovida y encendida gratitud, pero la impronta de sus ceremonias póstumas resultó apresurada, precipitada, caótica y, por extensión, incompleta.

En cierta medida, el universo extra argentino, de norte a sur del planeta (ni hablar del sur de la desconsolada bota napolitana) se abocó a despedirlo con mayor entidad, con más detalle y mejor gusto: doler, duele, pero es la verdad.

¿Habrá margen, tiempo y espacio para un acto de reparación?

La Bombonera

La Bombonera

¿Habrá margen, tiempo y espacio para un acto de reparación?

Quién sabe: los grandes exponentes de la historia de la humanidad reposan en la eternidad de una localización geográfica de acceso sencillo y acorde: ¿Por qué no abogar por un Maradona de mausoleo?

Se dirá, con asidero, que en Bella Vista su cuerpo remite a una vecindad con el de sus padres, pero Maradona trascendió de forma sideral la sola condición de hijo de doña Tota y don Diego.

¿Fue el mejor futbolista de cuantos ha habido o uno de los mejores? Qué más da. Con independencia de cómo lo considere el autor de estas líneas (menos completo que Pelé, menos perfecto, pero más bello, y nada hay más perfecto que la belleza en grado sumo), así fue considerado.

Maradona: el hombre del fuego que doró sus panes más crocantes dentro de la cancha y el del fuego de los placeres terrenales que consumió y lo consumieron

Y si por ser considerado, asimismo deidad universal, ídolo químicamente puro: portador de dones que no se venden en los bazares, trébol de cuatro hojas, rara avis virtuosa, luminosa y carismática capaz de resistir las analogías con los otros gigantes del deporte argentino.

Demasiado español Di Stéfano; demasiada sobriedad en el tono agrícola ganadero en Fangio; Guillermo Vilas muy replegado en los vericuetos de su propio Yo; Carlos Monzón más áspero que chispeante; Emanuel Ginóbili cómodo en su ropaje políticamente correcto y Messi entre el Cielo y el Invierno de su refinada asepsia.

Maradona: el hombre del fuego que doró sus panes más crocantes dentro de la cancha y el del fuego de los placeres terrenales que consumió y lo consumieron.

El eterno recuerdo a "Pelusa".

El eterno recuerdo a “Pelusa”.

Maradona y el Diego un solo corazón, indiscutible gema de esa suculenta abstracción llamada argentinidad, animal futbolero, virtuoso, vicioso, copioso y político, pero sin rango homologable con las máximas sanmartinianas o las verdades peronistas.

Sideral como fue, como es y será, héroe del sur identificado e identificable con los desposeídos, no hay testimonio estricto de una doctrina maradoniana ni tampoco un ideario futbolero de cuño maradoniano: fue ocurrente, pirotécnico y sentencioso, pero las exuberancias no cancelaron las insuficiencias.

Maradona fue lo que fue: un sabio de 105 x 70 cuyas destrezas, que iluminaron de norte a sur del planeta, nacieron y murieron con él. Su babel de haceres y decires perviven en YouTube, en los portales, en la memoria, en el recuerdo, en la potestad de la siempre arbitraria vara de las interpretaciones… y en el bronce.

Maradona ya no está entre nosotros. Pulsa, eso sí, el expeditivo crepitar de la hoguera de las vanidades y los intereses, los reproches, las verdades a medias, descontadas o inferidas, el sombrío carnaval de los leguleyos, la sugestiva vacante del portador de la entidad moral necesaria como para lanzar la primera piedra, la compartida y unánime tentación de pagarle con el atroz destino de Túpac Amaru.

Gloria y loor al Diego de su gente.

Fuente: https://www.telam.com.ar/notas/202012/538966-anuario-deportes.html

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