Crítica pop, educación y guerra de clases según Mark Fisher

Mientras que Morley y Penman (ambos intelectuales autodidactas de la clase trabajadora) complicaban la relación entre la teoría y la cultura popular con escritos que –en sus propiedades formales, su estilo y su erudición tanto como en su contenido– desafiaban al sentido común, el Relativismo Hedónico Deflacionario meramente ratifica los dogmas empiristas que sientan las bases del consumismo. Más aún, Owen Hatherley ha observado con astucia que, además de repetir el habitual rechazo angloamericano de la metafísica, la recusación del Relativismo Hedónico Deflacionario de la teoría (“simplemente nos gusta lo que nos gusta, no tenemos una teoría”) replica asombrosamente los monótonos mantras de la banda indie promedio de New Musical Express: “Simplemente hacemos lo que hacemos, todo el resto es un extra”, “La música es lo único que importa”. En el Reino Unido, la batalla retórica entre los popistas y el indie es una guerra falsa, similar al show de la pelea de títeres de la política parlamentaria entre los Tories de Cameron y el Nuevo Laborismo de Brown: una tormenta en una taza de té de la clase dominante. En ambos casos, la realidad social es la de exalumnos de escuelas públicas que continúan con sus rivalidades por otros medios. En el caso del indie y el popismo, hay una relación extrañamente inversa con el populismo y lo popular. Mientras que los “popistas” declaran ser populistas, pero en realidad apoyan un tipo de música que es cada vez más marginal en términos de ventas, los indies declaran celebrar lo alternativo, mientras que la música que prefieren (el skiffle tradicional) domina todo el espectro radial (no puedes escuchar Radio 2 por quince minutos sin que aparezca una canción de Kaiser Chiefs). En muchos sentidos –porque estaba intentando analizar un fenómeno genuinamente popular–, la defensa de Reynolds de Arctic Monkeys fue más genuinamente popista que todas las diatribas popistas a favor del LP de Paris Hilton, que apenas se vendió (pero, por supuesto, gran parte de la fuerza que las impulsaba era el deseo ultrarrockero de burlarse del consenso crítico). Miremos, al respecto, el intento genuinamente patético –de verdad me provoca patetismo– de azuzar la controversia sobre el eficiente y laborioso trabajo de Kelly Clarkson, en un blog que, en su combinación de recalentamiento histérico y sombría seriedad, es tan aburrido como sintomático; aunque, tengo que confesar, nunca pude llegar al final de un solo artículo, un problema que tengo con muchos de los textos “popistas”, incluida la obra magna del popismo, Words and Music de Morley.

Por más que a veces despotrique contra los lugares comunes del popismo (ver, por ejemplo, su reciente –y diría que injustificado– ataque a Girls Aloud), Morley está tan profundamente integrado en el sentido común del Relativismo Hedónico Deflacionario como Penman está excluido de él. ¿Qué fue el extrañamente desafectado Words and Music sino una descripción del EdiPod desde adentro? Todas esas autopistas sin fricción, esas inconsecuentes opciones de consumo puestas como si fueran elecciones existenciales… Sin embargo, Morley todavía es un teórico de los fines de la historia y de la música, todavía está demasiado enamorado de la inteligencia como para enchufarse por completo en el circuito antiteórico del EdiPod. Aun así, el silencio de Ian dice mucho más que el parloteo de Morley y, después de mi escaso trato con los viejos medios, cada vez veo la salida de Ian más como una retirada noble que como un fracaso trágico.

Toda la cultura británica –incluyendo, por supuesto, a Morley– tiende a la condición del clip show, en el que se les paga a cabezas parlantes para que digan lo que un productor estúpido y posh ha decidido que el público ya piensa sobre el material grabado que todo el mundo ya ha visto. Recientemente traté con un apparatchik (5) de los muy viejos medios de comunicación. Lo que uno recibe de parte de sus representantes es siempre la misma letanía de requerimientos: la escritura sobre música debe ser “liviana”, “animada” e “irreverente”. Esta última palabra quizá sea la más importante, porque indica que la fantasía sostenida de la que participan los jóvenes agentes de los muy viejos medios es exactamente la misma a la que se entregan los popistas: se niegan a mostrar “reverencia” a un aburrido y censurador gran Otro. Pero ¿en qué parte de los salones de juego de la cultura posmoderna brillantemente monótonos, vestidos casualmente, sarcásticos y mordaces podemos encontrar esa “reverencia”? ¿Cuál es el gran Otro posmoderno sino la “irreverencia” misma? (Solo alguien que no haya pisado el Departamento de Humanidades de una universidad por más de un cuarto de siglo –es decir, no los graduados comunes y corrientes de Oxford y Cambridge, que son empleados de los medios y popistas en sus ratos libres– podría creer que realmente existe cierto canon de la alta cultura despiadadamente vigilado. Cuando Harold Bloom escribió El canon occidental, fue un desafío al relativismo que domina hegemónicamente los estudios ingleses.)

Muy pronto aprendí que “liviano”, “animado” e “irreverente” son códigos para decir “irreflexivo” y “lugar común”. Confrontado con estos valores y sus representantes –quienes, como podría esperarse, son mucho más acomodados que yo–, a menudo encuentro una disonancia cognitiva, o más bien, una disonancia entre afecto y cognición. Enfrentado a la gente posh y estúpida, que dota de personal a gran parte de los medios, siento inferioridad –su acento e incluso sus nombres bastan para inducir ese sentimiento–, pero pienso que deben estar equivocados. Es este tipo de disonancia la que puede producir enfermedades mentales serias o –si las condiciones son favorables– ira.

El antiintelectualismo es un reflejo de la clase dominante, mientras que la estupidez de la clase dominante es atribuida a las masas (creo que ya hemos discutido previamente el ardid de la Persona Posh y Estúpida, por medio del cual montan un show en el que fingen ser estúpidos para de ese modo ocultar que, en efecto, son estúpidos). Poco sorprende que los privilegios heredados tiendan a producir estupidez, dado que, si no necesitas la inteligencia, ¿por qué te tomarías el trabajo de adquirirla? Las simplificaciones de los medios son el tipo más banal de profecía autocumplida.

Como Simon Frith y Jon Savage señalaron hace mucho tiempo en su artículo de la NLR, “The Intellectuals and the Mass Media” [Los intelectuales y los medios masivos] –y que Owen Hatherley recientemente me recordó–, la pose de hombre común del típico comentarista de los medios, educado en la escuela pública y en Oxford o Cambridge, se vale de la suposición de que estos comentaristas están mucho más en contacto con la “realidad” que alguien interesado en la teoría. La oposición implícita es entre los medios (en cuanto ventana transparente abierta al mundo, transmisora del buen y sólido sentido común) y la educación (en cuanto diseminadora de esoterismos inútiles y elitistas que ha perdido contacto con la realidad). Alguna vez los medios fueron un territorio en disputa en el que el impulso educativo entraba en tensión con el mandato de entretener. Hoy –y el indispensable Lawrence Miles es incisivo en esto, como en tantas otras cosas, en su último compendio de conocimientos– los viejos medios se han entregado casi por completo a una noción sosa de entretenimiento y por lo tanto, cada vez más, también lo hace la educación (6).

En mi adolescencia, aprendí mucho más de leer a Morley, Penman y su progenie que de la conservadora rutina de gran parte de mi educación formal. Gracias a ellos, y más tarde a Simon Reynolds, Kodwo Eshun y otros, me interesé en la teoría e hice el esfuerzo de continuar con los estudios de posgrado. Es esencial señalar que Morley y Penman no eran una simple “aplicación” de la teoría alta a la cultura baja; la estructura jerárquica estaba revuelta, no solo invertida, y el uso de la teoría en ese contexto era un desafío tanto a las suposiciones de clase media de la filosofía continental como al empirismo antiteórico de la cultura popular mainstream británica. Pero hoy que la enseñanza está siendo forzada a transformarse en una industria de servicios (que produce resultados mensurables en la forma de notas de exámenes) y a los profesores se les pide que sean cuidadores de niños y animadores, aquellos que trabajan en el sistema educativo y todavía quieren introducir a los estudiantes en los complicados placeres que se derivan de ir más allá del principio de placer, de encontrar algo dificultoso, algo que va contra nuestras suposiciones, son una minoría sitiada.

“Here we are now, entertain us” [Aquí estamos, entreténgannos].

Los credos del antiintelectualismo de la clase dominante que la mayoría de los profesionales de los viejos medios están obligados a internalizar son mucho más efectivos que lo que fue la Stasi al generar una cultura popular de una monotonía sin precedentes. Pónganlo de este modo: una situación en la que Lawrence Miles se marchita al borde de la enfermedad mental y apenas es capaz de salir de su casa mientras que gente como Rod Liddle se pavonea en el paisaje de los medios no solo es estéticamente aborrecible, sino que es fundamentalmente injusta. Contrario a la maniobra deflacionaria que decreta que todo “es solo estimulación hedónica”, que tanto los stekelmanianos (7) como los popistas comparten, la cultura popular continúa siendo inmensamente importante, incluso si solo cumple una función ideológica esencial como ruido de fondo de un realismo capitalista que naturaliza la depredación ambiental, la plaga de la salud mental y las condiciones sociales escleróticas en las que la movilidad entre clases está disminuyendo casi hasta cero.

Una guerra de clases está ocurriendo, pero solo uno de los lados está peleando. Elijan su lado. Elijan sus armas.

Fuente: https://silencio.com.ar/etc/anticipo/critica-pop-educacion-y-guerra-de-clases-segun-mark-fisher-48676/