Aunque Gualicho Turbio publicó Gato negro en plataformas digitales a fines de 2017, para Zelmar Garín recién “salió” ahora que tiene formato de vinilo. “Es medio una fotografía de algunas cosas que vivíamos en ese momento, en medio del macrismo”, afirma el artista que toca la guitarra y la batería (bombo y redoblante con los pies) al mismo tiempo, en la larga pero aún extraña tradición de las monobandas. “Cuando empezó ese gobierno, el discurso que tenía era medio ‘estos cabezas disfrutaron del confort, ¿qué se creen que son?’ Era todo un discurso que despreciaba al laburante, a la gente de clase media baja”.
“Entonces, el gato negro es un tipo que se siente maldito en su propia tierra…”, continúa el líder de Gualicho Turbio. “Habla de que todo el tiempo lo están echando, esa cosa de sentirse maldito. Bueno, también coincide con que al expresidente le dicen gato (risas). Es una persona que trae mala suerte, claramente lo demuestra. Y un poco esa maldición la tiene el disco, porque tardó dos años en salir (se ríe). Trataremos de revertir eso… Justo tengo una remera de Pugliese puesta”.
Con más de dos años entre la versión digital y el vinilo que oficializa la “salida” de Gato negro, el cuarteto que completan Juanjo Harervack (voz y maracas), Hernán Balbuena (armónica) y Bárbara Aguirre (voz, danza y accesorios) no se detuvo: en el medio dio a conocer otros dos singles, “El movimiento” y “El adivino”, y grabó una versión de la canción “Gualicho Turbio” junto a Las Bodas Químicas, con producción del histórico Billy Bond.
Como con todas las bandas del mundo, la pandemia obligó al grupo a abandonar los shows. Aunque esa palabra no le hace justicia del todo a sus presentaciones: con cada uno de los músicos encarnando a un personaje (Garín es el Diablo; Harervack, el Poseso; Balbuena, el Chamán Urbano; y Aguirre, la Pitonisa), todo arranca en una invocación con espíritu del carnaval porteño, con percusión, la armónica y un megáfono para amplificar la voz, más los inciensos que enciende la dama. Ya con los músicos sobre el escenario, la cruda mezcla de blues, rock garagero y psicodelia que entrega Gualicho Turbio invita de inmediato a desentumecer el cuerpo.
“Teníamos un plan maravilloso para ir a un estudio, alquilar micrófonos y grabar el tercer disco, pero con la pandemia eso se prendió fuego en el aire, dio dos vueltas carnero y aterrizó en mi casa”, explica el músico, que también toca en Ácido Canario y Zelmar Garín y Les Garines. “Ya grabé casi todas las bases, el disco ya está encaminado. Cuando se puede salir o algo, Juanjo graba algunas voces y Hernán grabará lo que falta. En medio tuvimos una crisis, en un momento queríamos incorporar más gente, pero al final nos quedamos como estábamos. Medio que paré la pelota y empecé a pergeñar el disco nuevo, porque cuando empezás a grabar las ideas empiezan a ponerse más en caja y entendés mejor por dónde va la cosa”.
La esclavitud va a cambiando de formas: ya no es la del algodonal y el látigo, pero hay gente que sigue laburando catorce horas. Es muy duro vivir de esa manera. Y eso un poco está implícito en nuestra música, también.
¿Cómo se sienten dentro de la escena argentina? ¿Están aislados como un gato negro?
Yo tengo otras bandas que son mucho más difíciles. Gualicho Turbio, para mí, es como tocar folklore: es rock and roll, es blues, es garagero… Son cosas con las que la gente no tiene que masticar tanto lo que está escuchando, lo asocia con algo que ya reconoce. A pesar de esto, Gualicho tiene una formación rara. Cuando vamos a tocar, preguntan dónde está el bajo o se sorprenden porque toco el redoblante con el pie. Costó instalar eso al principio, incluso entre nosotros mismos: tuvimos un período en el que quisimos meter una batería. Pero musicalmente no es tan extraño. Lo que pasa es que la escena de hoy… Los pibes están en otra cosa, el rock es casi una música de 30 para arriba. Y los pibes que vienen lo viven diferente. El rock está muy bastardeado, muy televisado. Ese discurso de sexo, drogas y rock and roll a muchas generaciones les parece viejísimo… aparte de que es una pelotudez atómica. Cuando escuchás la música es otra cosa, no es sólo la foto de Sid Vicious vomitando: en el rock and roll hay una búsqueda, un sentir que es muy profundo. Eso es lo que aún me hace sentir que pertenezco a eso.
En varias entrevistas hablás de la búsqueda de cierto purismo. ¿Se puede buscar eso cuando se reciben influencias todo el tiempo? No vas a sonar como Son House, sos de acá, tus canciones hablan de las tragedias de Cromañón y Costa Salguero…
Siempre que se aborda un género, se lo modifica. Los pibes que están tocando tango ahora quieren sonar como Osvaldo Pugliese, pero eso no va a pasar. Tenés que buscar un purismo como fuente, pero después lo pasás a tu mundo. Entonces, reinventás el género y lo hacés sonar actual. Siempre va a sonar actual, aunque uno quiera ser una pelusa del cajón recóndito de la cabeza de Robert Johnson (risas). Crecí en los 90 y para mí el blues era una garcha: Gary Moore, BB King con los solos re aburridos, estaba de moda Memphis La Blusera… todas cosas que no me gustaban. Pero escuché a T-Model Ford… Lo ves y el tipo tocaba con una guitarra que claramente había comprado de segunda mano, porque era una guitarra de metalero, y un Peavey a transistores, todo mal. El chabón ni se enteró de que por Estados Unidos pasaron los Beatles: hay algo ahí de autenticidad que también percibo cuando escucho a (Atahualpa) Yupanqui o esos discos de Leda Valladares tocando la caja. Me parece que hay algo ahí, mezclado con nuestra ciudad y nuestro sentir, que es como… posta. No sé, hay algo ahí que me copa. Es como sacarle toda la rebarba a la torta y dejar lo realmente importante. Eso me pasó a mí con el blues.