Desde hace un tiempo, muchas radios tradicionales han comenzado a mutar su formato en un intento de adaptarse a las normas y exigencias de plataformas como YouTube.

En ese camino, lo que alguna vez fue un medio con identidad propia, esencia sonora y profundidad de contenidos, se está diluyendo entre micrófonos abiertos sin pausa y transmisiones que confunden hablar con comunicar.
La radio —ese espacio mágico donde la música, las palabras y los silencios convivían con armonía— está siendo arrastrada hacia un modelo ajeno a su naturaleza. El formato clásico, con su equilibrio entre palabra y canción, su ritmo cuidado y su capacidad de generar atmósferas, ha sido reemplazado por programas donde la única consigna parece ser “no dejar de hablar”. El resultado, inevitablemente, es un contenido superficial, repetitivo y agotador.
YouTube no permite poner música con derechos, y esa restricción ha obligado a muchos a transformar sus programas en monólogos eternos o charlas forzadas. Pero lo más preocupante no es la limitación técnica, sino la rendición cultural: conductores y productores que abandonaron el lenguaje radial para seguir la moda del streaming, confundiendo visibilidad con comunicación.
No hay nada de malo en el streaming. Al contrario, es un formato legítimo, con su propio lenguaje, su estética y sus reglas. Pero pretender que la radio sea streaming —o que un programa radial deba amoldarse a las condiciones de YouTube— es desconocer la riqueza de un medio centenario que ha sabido sobrevivir a la televisión, a Internet y a todas las revoluciones tecnológicas.
La radio no necesita imitar a nadie. Su fuerza reside en lo que la distingue: la compañía, la cercanía, la imaginación que despierta una voz en la oscuridad, la emoción de una canción al aire. Convertirla en un talk show incesante para satisfacer a un algoritmo es, en el fondo, traicionar su espíritu.
Quizás haya llegado el momento de recordar que la radio no nació para ser vista, sino para ser escuchada.
Pablo Marano

