Vivimos una era paradójica: nunca hubo tanta información disponible y, sin embargo, nunca fue tan difícil discernir la verdad. Lo que antes era un derecho —informarse— hoy parece un acto de fe. Asistimos a una especie de oscurantismo comunicacional, donde nadie cree en lo que no ve, pero al mismo tiempo, lo que ve puede ser perfectamente falso.

✍️ Pablo Marano
El descreimiento hacia el periodismo se profundiza. Ya no se desconfía solo de los medios por cómo comunican, sino por qué eligen comunicar y qué deciden silenciar. La selección de los temas se volvió una forma de poder, y el público, consciente de ello, termina eligiendo sus fuentes de información según su afinidad ideológica, emocional o identitaria. La información dejó de ser un servicio público para transformarse en una experiencia personalizada.
A esto se suma un fenómeno aún más inquietante: el descrédito del conocimiento. En tiempos donde la ciencia debería ser una brújula, abundan discursos que niegan lo evidente —como el terraplanismo o el negacionismo climático—, impulsados por algoritmos que premian lo que genera impacto antes que lo que aporta verdad.
Y ahora, como si fuera poco, la inteligencia artificial pone en jaque a la percepción misma. Con un simple clic, cualquiera puede crear una imagen, un audio o un video completamente falsos, capaces de engañar incluso al ojo más atento. La frontera entre lo real y lo fabricado se vuelve difusa, y con ella, la confianza social.
En definitiva, estamos inmersos en una era donde la duda ya no es un método, sino una trinchera. Donde la verdad se negocia, la mentira se viraliza y la credibilidad se fragmenta. Tal vez el desafío más grande de este siglo no sea acceder a la información, sino reaprender a creer con criterio, a pensar con profundidad y a distinguir lo cierto de lo verosímil.
